"He peleado tantas veces con Sugar Ray, que no sé como no tengo diabetes". Jake LaMotta
Situemos la Historia en el Estados Unidos pos Segunda Guerra
Mundial. Concretamente nos vamos a ir Chicago, al 14 de febrero de 1951, día que se conocería en el futuro como el día de "La matanza de San Valentín". Tercera
defensa del título de la categoría media de Jake LaMotta. Sexta vez que se
enfrentaban el Toro Salvaje del Bronx de Nueva York y Sugar Ray Robinson, el bailarín de Georgia. La
casta del boxeador aupado en sus inicios por la Mafia contra la clase del estudiante frustrado
de medicina que sería el futuro espejo de Alí.
Sugar Ray, campeón de los Welter, había subido de
peso para enfrentarse a su adversario, el único que le había podido ganar en sus 123 combates anteriores, y
quitarle la corona del peso medio.
LaMotta era el campeón, y Robinson, el mejor
boxeador de la Histora.
En el pesaje previo al combate, Robinson, tras enseñar sus
músculos en el típico show previo, se bebió de un trago un vaso de sangre de toro. ¿Quién dijo miedo?
La pelea fue programa a 15 asaltos, pero ninguno de los dos quería llegar al decimoquinto round. El KO o la derrota.
Noche cerrada en Chicago. Ambos púgiles, con sus preparadores, en
la luz chispeante de los vestuarios del Chicago
Stadium con los músculos relajados, la mirada tensa y concentrada. A matar o a
morir. Era la guerra. Calzón blanco para el negro y calzón negro para el blanco.
Los ojos de Robinson estaban inyectados en sangre. Era un boxeador ambicioso,
imparable en el mano a mano, rápido, estilista, vistoso, un espectáculo para los
aficionados. Los ojos de LaMotta bebían odio, ese odio que sentía en su interior y que brotaba a través de su famosa izquierda contra las narices de sus oponentes.
La batalla comenzó con 9 asaltos de trámite, si es que un asalto de boxeo puede considerarse un trámite para esos dos héroes que se reparten puñetazos como dos descosidos. Robinson mantenía las distancias con su jab ante el modo fajador de
boxear del de Nueva York. Pero llegó el décimo asalto, donde
comenzó la épica. 4 asaltos históricos.
LaMotta, cansado de esperar la oportunidad para intentar combatir al contraataque, decidió ir al frente con la bayoneta calada. Se metió debajo del cuerpo de Robinson hasta hacer que el campeón besara el suelo. ¿Se iba a dar por vencido el campeón de campeones? En absoluto. Robinson no era un boxeador cualquiera, era el mejor boxeador de la Historia. Los dos púgiles a sus esquinas. El round había concluido. La guerra continuaba.
LaMotta, cansado de esperar la oportunidad para intentar combatir al contraataque, decidió ir al frente con la bayoneta calada. Se metió debajo del cuerpo de Robinson hasta hacer que el campeón besara el suelo. ¿Se iba a dar por vencido el campeón de campeones? En absoluto. Robinson no era un boxeador cualquiera, era el mejor boxeador de la Historia. Los dos púgiles a sus esquinas. El round había concluido. La guerra continuaba.
Robinson salió al ataque desde su esquina cuando sonó el gong que daba inicio
al undécimo asalto y se cebó en el rostro de LaMotta, que comenzó a
teñirse de un rojo cobrizo. El gong fue como el toque a rebato de la carga de la Guardia Imperial napoléonica en Austerlitz para contrarrestar el ataque ruso . A la bayoneta calada del neoyorquino respondió el de Georgia también con su bayoneta calada. La paliza fue brutal para Jake. Sin embargo, LaMotta tuvo el combate en
sus manos cuando Ray quedó encerrado a su merced en la esquina del ring. No aprovechó la
ocasión y sufriría las consecuencias. El que no mata, muere. Robinson comenzó a martillear la cara del
boxeador del Bronx. Las mujeres en sus asientos se tapaban la vista para
no ver la paliza que estaba recibiendo el Toro Salvaje. Pero LaMotta era un
Hombre. Aguantó en pie los tres minutos del undécimo asalto y en
pie se puso para disputar el duodécimo round. La duodécima carga. Morir antes que rendirse.
Robinson siguió castigando la cara del de Nueva York hasta dejarlo
desfigurado. LaMotta era un muñeco acostado en las cuerdas recibiendo puñetazos
de todo tipo y color. Pero era un Hombre. Lejos de caer, incitaba a Robinson
para que siguiera pegándole. "Vamos, Ray, ven aquí, veamos si eres capaz
de derribarme, vamos". 3 minutos recibiendo una de las mayores palizas que
se recuerdan en la Historia del Boxeo.
Jake parecía decidido a mantenerse de pie, aunque le costase la
vida. A los dos minutos del decimotercer asalto ese parecía ser el
único final posible. Una auténtica carnicería que acabó cuando el árbitro paró
el combate. Robinson ganó la pelea por nocaut.
El entrenador y los asistentes del ya ex-campeón le rodearon, pero Jake era un Hombre con
un orgullo más grande que su casta. Con un bamboleo propio de un moribundo se
acercó hasta el campeón para gritarle "Oye, Ray. ¡No me has derribado! ¡Jamás
me vas a derribar!".
El vencedor del combate fue Robinson, pero ambos sabían que habían ofrecido un espectáculo histórico. Tras el combate, Ray alabó a su oponente: "No ha perdido Jake. Este hombre es un gladiador. Yo he ganado, pero él no ha perdido".
El vencedor del combate fue Robinson, pero ambos sabían que habían ofrecido un espectáculo histórico. Tras el combate, Ray alabó a su oponente: "No ha perdido Jake. Este hombre es un gladiador. Yo he ganado, pero él no ha perdido".
Sugar Ray Robinson apenas podía subir el brazo para celebrar su victoria, a Jake LaMotta le tuvieron encerrado en su vestuario durante
hora y media, recibiendo oxígeno y sin permitir que nadie pudiera entrar.
Fue el último combate entre ellos. Jamás volverían a enfrentarse y LaMotta jamás se recuperó mentalmente de la batalla campal que se vivió aquella noche del 12 de febrero de 1951 en Chicago. La noche de "La matanza de San Valentín".