Hoy os traigo un extracto del libro "La vuelta a Europa en avión", de Manuel Chaves Nogales. Para no perdérselo.
Si yo fuese veneciano, ya una
mañana cualquiera que me hubiese levantado de la cama con mal humor, me habría
ido a la plaza de San Marcos y, cogiendo por las solapas al primer imbécil de
turista que me encontrase echándole de comer a las palomas, le hubiese hablado
así:
“Caballero, esto que hace usted
es indigno. ¿No le remuerde la conciencia? ¿No se avergüenza de estar aquí con
ese aire estúpido extasiado ante la fachada de San Marcos o embobado con el
Campanile? ¿Cree usted que esto es serio? ¡Venir aquí a repetir los mismos
tópicos admirativos que han repetido ya todos los millones de turistas del
mundo, a decir una vez y otra que todo es «interesante», «muy interesante», y a
creerse de veras que su alma de cántaro se ha conmovido en presencia de las
grandes obras de arte cuando hay en el mundo tantas cosas ciertas y serias que
ver, que admirar y que sentir! ¿No comprende usted el daño que hace con su
estúpida superstición?
Mire usted, señor: yo soy
veneciano, tengo esta desgracia. A mis antepasados se les ocurrió hacer esta
ciudad insensata en una laguna. Pero, en fin, ellos sabrían por qué. Tal vez
tuviesen sus razones. No; yo no les culpo a ellos. Después de todo, lo hicieron
bien; ésta es la verdad. Lo intolerable, lo dramático, es que yo tenga que
pagar las consecuencias. Es decir, que me las haga usted pagar a mí.
No, no se escandalice; usted
tiene la culpa. Aquí no se puede vivir; esto es una verdadera porquería. Estos
maravillosos canales que emocionan a las criaturas de temperamento poético son
unas verdaderas letrinas. ¿Pero es que no tiene usted narices? Huela usted,
hombre; huela usted. En esta maravillosa ciudad de Venecia que emociona hasta
el desmayo a las damitas inglesas y a los tenderos alemanes, nos morimos de
fiebre palúdica, de tifus, de disentería. ¡Y ni siquiera se nos otorga el
consuelo de figurar en las estadísticas, porque como ésta es una ciudad de
turismo, no se les puede espantar a ustedes! ¿No ha sentido usted por la noche
los mosquitos, esos terribles mosquitos venecianos que nos tienen comidos, que
nos alancean y nos inyectan todos los gérmenes patógenos conocidos y por
conocer?
Usted, señor turista, vive en una
ciudad razonable que le permite a usted cruzarla de punta a punta en unos
minutos gracias al metro, los autobuses o los tranvías. Esta ciudad donde usted
vive tiene un crecimiento normal, está rodeada de campos que, merced a su
industria, usted va ganando y transformando en riqueza urbana, de la cual se
queda usted con una buena porción en el bolsillo. ¿No es eso? Pues bien, señor;
nosotros no tenemos aquí campo alguno para el desarrollo de nuestra actividad,
ni siquiera manera hábil de ser activos. ¿Cree usted que es posible ir a hacer
negocios, a asistir a la oficina, luchar, ser hombre diligente y rápido en la
acción cuando para moverse tiene uno que acompasar el ritmo de su vida al ritmo
que lleva el remo de su gondolero?
Se entusiasma usted con el brillo
de los ojos de nuestras mujeres y no ve que ese brillo es el de la fiebre, el
de las tercianas que suelen tener. Su esposa de usted, señor turista, sale de
paseo por los bulevares para esparcirse y tonificar sus nervios en el
Tiergarten, el Bosque de Bolonia o el Retiro; la mía, caballero, tiene que
quedarse encerrada en casa luchando con los mosquitos y con el mal olor, con un
humor de perros, neurasténica, más loca que una cabra. Usted tiene unos niños
que corretean por los jardines y los parques municipales de su ciudad; yo tengo
a mis hijos, amarillos y tristes encerrados en el pozo de piedra de un patio
interior. Usted puede irse a las afueras de su ciudad, llamar a Le Corbusier y
hacerse la casa que se le antoje y en el sitio que le plazca. Aquí, todas las
casas que era posible hacer, están hechas. Yo tengo que vivir en las
habitaciones de mi bisabuelo, asomarme a los huecos que le plugo hacer en su
casa a mi bisabuelo y tener un salón decorado según el gusto de mi bisabuelo.
Porque ¡qué crimen no sería derribar uno de esos palacios maravillosos e
incómodos para levantar en su solar una casa, vulgar y confortable!
No me interrumpa, no; ya sé lo
que va usted a decir, que usted no tiene la culpa. Sí, señor; la tiene usted.
Pues si no fuera por ustedes los turistas, ¿viviríamos nosotros aquí? No; si no
fuese por la codicia que despierta vuestro dinero, esta poética y maravillosa
ciudad estaría desierta. Los venecianos se hubieran ido a ganarse la vida
honradamente por ahí, viviendo de una manera razonable. Son ustedes con sus
propinas, con sus gastos de hotel y sus compras de reproducciones y de
chucherías, los que nos amarran a esta vida miserable de mendigos disimulados,
de cicerones, de camareros. ¿No cree usted que ese mozo veneciano que va
empujando cansadamente el remo mientras usted aprisiona el talle de una
madamita sentimental a lo largo de los canales podía ganarse la vida de una
manera más fácil y más limpia?
Váyase, señor turista, váyase.
Dejemos esto convertido en un museo o en una especie de relicario aislado de la
vida contemporánea por una especie de vitrina espiritual. Ni usted ni nosotros
tenemos nada que hacer aquí. Nosotros, porque en el mundo moderno hay otras
maneras más dignas y eficaces de ganarse la vida. Usted, porque —ahora en
confianza— maldita la emoción estética que esto le produce. Seamos sinceros. A
usted, señor fabricante de Chicago o comerciante de París, le traen
completamente sin cuidado las preocupaciones espirituales. Usted tiene muchas
cosas que hacer, está absorbido por muchas preocupaciones materiales. ¿Verdad que
le traen completamente sin cuidado las maravillas arquitectónicas de la
catedral y la colección de lienzos del palacio de los Dux? Dejemos eso del arte
para unos cuantos insensatos que no tienen dinero para venir a Venecia, y
hablemos claro. Viene usted aquí únicamente para poder algún día tomar la
palabra en su club y decir: «Una noche en Venecia paseábamos por el gran
canal…». ¿No es eso? Pues no sea usted tonto. Porque diga eso ya nadie le
tendrá por más culto, ni por más espiritual, ni por más sensible. Ya no se
engaña a nadie con esas cosas. Quédese, pues, en su casa, nos hará usted un
gran favor”.
Esto le diría, y después, si no
se iba, le echaría una mano al pescuezo, le arrancaría a viva fuerza la cartera
repleta de libras o dólares y le arrojaría al gran canal. A ver si así se
curaba de su estupidez.